sábado, 9 de abril de 2016

Relato: Sombras

Esto no es un relato romántico. Es una historia oscura, tenebrosa, sofocante, que salió publicada en el año 2014 en la antología «Cómo matar a...».

Espero que la disfrutéis.



 
Dama de la rosa - Anselmo Miguel Nieto
          
La primera vez que Jacinta pisó la casa de su abuela, sintió como si se cerraran sobre ella los barrotes de una prisión invisible. La atmósfera intoxicante y tupida de la oscura mansión se cernió sobre su alma con las alas de una fatalidad premonitoria de lo que iba a ser su futuro allí.
Con la vieja maleta desvencijada en una mano, repleta con cuatro vestidos tan gastados como ella, caminó detrás del ama de llaves procurando no hacer ruido con los pies en el suelo de madera barnizada del largo pasillo que llevaba hasta el ala donde la familia tenía sus aposentos.


Su abuela, doña Francisca Quiroga Caravaca Viuda de Verdugo, era la matriarca de la ahora reducida ilustre familia, cuyos orígenes se remontaban hasta el reinado de Carlos I, cuando Antonio Verdugo, un rapaz huérfano de apenas dieciséis años, nacido en Cuba de padre desconocido y madre ligera de cascos, tan taimado como de aspecto angelical, embarcó junto a Hernán Cortés en el puerto de Santiago, rumbo a lo que llegaría a ser conocido como México. Cuando años después, el hombre en que se había convertido aquel muchacho regresó a Cuba con los bolsillos repletos y convertido en un hombre rico, decidió cumplir un sueño largamente acariciado: ir a España, la Madre Patria de la que tanto le había hablado su madre antes de morir, y establecerse allí. Conoció a una muchacha de la baja nobleza, de sangre azul aguada, cuyo padre, un cortesano venido a menos, se la entregó a cambio de una sustancial cantidad de oro. Ambos consiguieron lo que querían: el padre, rellenar las vacías arcas y pagar a deudores, y Antonio, una esposa con linaje que le permitió ser recibido en la corte, iniciando así una dinastía que había sobrevivido a reyes, válidos, revueltas, revoluciones, invasiones y guerras.
La madre de Jacinta le había contado la historia innumerables veces durante las noches frías de invierno, cuando el viento arreciaba en el exterior y el dinero no alcanzaba para comprar el suficiente carbón para mantener la estufa encendida. La otra historia que le gustaba contar, era la del amor que había vivido junto a su difunto padre. Lo hacía con la clara intención de hacer que ella tuviera memoria de él, un hombre que había muerto cuando era tan pequeña que a duras penas conservaba algún recuerdo. Lo que nunca alcanzó a comprender fue el efecto que aquella historia tuvo sobre su hija, pues Jacinta, después de escuchar miles de veces todo el horror y el sufrimiento que su madre tuvo que soportar, y todo a lo que tuvo que renunciar para poder estar a duras penas cinco años al lado del hombre al que amaba, llegó a la conclusión de que el amor era algo nocivo y malsano, que volvía estúpidas a las mujeres y egoístas a los hombres. Si su padre, un jornalero que no tenía dónde caerse muerto, no hubiese convencido a su madre de abandonar por amor su posición privilegiada en una familia de ilustre abolengo y arcas llenas de oro, ella no estaría ahora sola en el mundo, recogida por la familia materna como una obra de caridad.
El ama de llaves abrió una puerta de madera oscura, como toda la mansión, y entró. Jacinta la siguió en silencio.
—Ésta es su habitación, señorita —le dijo mirándola disimuladamente de arriba a abajo. Jacinta no estaba acostumbrada a que la observasen como si fuese un insecto y estuviesen intentando decidir si aplastarlo de un zapatazo o dejarlo vivir. El ama de llaves caminó hacia una puerta más pequeña que estaba en el lado derecho de la cama y la abrió—. Esto es el vestidor. Detrás del biombo tiene usted el aguamanil para refrescarse y el orinal para sus necesidades. Si necesita algo, llame tirando del cordón. La cena se servirá en media hora y la señora exige que toda la familia se vista de etiqueta para sentarse a la mesa— anunció repasándola de nuevo con los ojos, evidenciando que no creía que Jacinta tuviera entre sus pertenencias un vestido adecuado. Tenía razón.
—No tengo ningún vestido de etiqueta —dijo Jacinta con voz temblorosa. La mirada del ama de llaves cambió imperceptiblemente y durante un segundo Jacinta supo que le tenía lástima. Bien.
—Hablaré con doña Francisca, señorita Jacinta. A ver cómo lo podemos solucionar.
—Es usted muy amable, señora...
—Matilde. Sólo Matilde, señorita Jacinta. La única señora en esta casa es doña Francisca —contestó un tanto bruscamente. Jacinta asintió con la cabeza dejando escapar una sonrisa agradecida.
Matilde abandonó el dormitorio y Jacinta dejó caer la maleta al suelo, dejando ir un suspiro de irritación. Se quitó el vestido, sucio del polvo del camino y del sudor, y se quedó con la simple camisola tan gastada que era prácticamente transparente. Se quitó los zapatos y las medias y se acercó al aguamanil. Vertió un poco de agua en la palangana y se lavó con decisión, deleitándose con el aroma a lavanda del jabón.
Pensó en su madre. ¿Cómo podía haber abandonado todo lo que ahora la rodeaba, por amor? Cuando su marido murió, su madre escribió una carta a doña Francisca. En ella le explicaba lo sucedido con palabras llenas de dolor, y le pidió perdón de mil formas diferentes con tal que volviese a acogerla, a ella y a su hija Jacinta, en el seno de la familia Verdugo. Doña Francisca fue implacable. En la carta que recibieron varios días más tarde, le expuso claramente la única condición que le imponía para aceptarla: Jacinta debía renunciar al apellido de su padre y pasar a llamarse Jacinta Verdugo Quiroga. Su madre no aceptó; el recuerdo de su marido, aún fresco en la memoria, la indujo a alzarse llena de orgullo y pundonor, y mandar al diablo a doña Francisca, con la implacable consecuencia que se derivó de ello: permanecer en la más absoluta pobreza.
La madre de Jacinta tuvo que ponerse a trabajar y acabó fregando los suelos, de rodillas, en casa de un caballero de no muy buena reputación. Acabó con las manos cuarteadas y enrojecidas,  las rodillas desolladas y la espalda deshecha. Estuvo allí unos meses, hasta que el susodicho caballero, un día de borrachera, intentó tomarse con ella libertades que no habían sido provocadas, y su madre tuvo que salir de allí corriendo, con el vestido rasgado y sin cobrar el jornal que tan duramente había trabajado. Todos los años que siguieron fueron más de lo mismo: trabajos duros, mal pagados, y amos exigentes y mal agradecidos que pensaban que, por el hecho de ser viuda y pobre, iba a recibir con agrado sus atenciones. Hasta que entró a trabajar en casa de don Ramón.
Matilde regresó al cabo de un rato portando un vestido precioso en diferentes tonos de verde, con un escote cuadrado ribeteado con bordados blancos e hilo de oro recubriendo las mangas. Lo extendió sobre la cama con cuidado y se giró hacia Jacinta, que después de lavarse se había acercado al ventanal que daba al exterior, y miraba embelesada la llegada de un carruaje con hermosos caballos.
—Doña Francisca le envía este vestido, señorita Jacinta. Pertenece a doña Lucía, la esposa de su primo Javier. No está tan delgada como usted, pero se lo arreglaré en un momento con unas cuantas agujas para que aguante durante la cena. Ahora venga, que la ayudaré a ponérselo.
Jacinta miró el vestido y tuvo que hacer un esfuerzo por no sonreír. Por fin algo bonito para ella, aunque fuera prestado. Pero acababa de quedarse huérfana y no estaría bien que vistiera otro color que no fuera el negro.
—Pero... estoy de luto, Matilde. El vestido es precioso pero no puedo ponérmelo.
—En esta casa se guardó luto por su madre cuando se casó y huyó de aquí, señorita. De eso hace muchos años. Doña Francisca quiere que se lo ponga y no aceptará ninguna excusa.
Jacinta inspiró profundamente y asintió con la cabeza, obediente.
—Está bien, Matilde. Gracias por ayudarme.
Jacinta sonrió al recordar a don Ramón. Su madre siempre decía de él que era todo un caballero, y no un zafio disfrazado de tal. Las razones que argumentaba era que siempre se dirigía a ella con educación y jamás le había faltado al respeto, y que era un hombre que estaba enteramente dedicado, en cuerpo y alma, a su esposa enferma. ¡Si su madre hubiera sabido la verdad! Don Ramón no la perseguía a ella porque había puesto los ojos en alguien más joven y que aún no tenía las manos encallecidas: Jacinta.
—Señorita, ¿no tiene corsé? —preguntó Matilde mirando a su alrededor.
—No se pueden trabajar con un corsé puesto, Matilde —contestó ella en un susurro. La ama de llaves suspiró.
—Bueno, no creo que sea un problema para una noche. Mañana ya lo solucionaremos —dijo ayudándola a ponerse el vestido.
Don Ramón le enseñó mucho y le hizo muchas promesas que acabó rompiendo. Quería convertirla en su amante oficial, ponerle una casa y cubrirla con joyas y ropas hermosas, pero Jacinta no se atrevió a aceptar la proposición por su madre. Le rompería el corazón si se enteraba de que su hija se había convertido en la mantenida de su amo, así que sus encuentros siempre habían sido a escondidas de todo el mundo y lo único que aceptaba como regalo era dinero en efectivo, poco más que calderilla para él, pequeñas fortunas para ella, que guardaba celosamente. Para muchas personas ese intercambio de dinero por favores íntimos la habrían convertido en una puta, pero para Jacinta era una forma como otra cualquiera de asegurarse un futuro, no muy distinto al destino de las damas de la alta sociedad, que se veían obligadas a casarse por imposición paterna.
 Don Ramón la inició en el camino del placer, mostrándole cómo una mujer podía complacer a un hombre, y cómo él podía corresponder. Sólo tenía dieciséis años, y durante el año y medio en que estuvieron juntos, Jacinta fue una alumna muy aplicada.
—Está preciosa, señorita.
—Gracias, Matilde.
Mientras caminaban por el pasillo y bajaban por las escaleras en dirección al comedor donde la familia ya estaba esperando, Jacinta recordó por qué se encontraba aquí y no en su propia casa, pagada por don Ramón.
El destino es cruel a veces. Siempre lo había sido con Jacinta, así que cuando la esposa de don Ramón murió, dejándole con dos hijos pequeños, no se extrañó cuando éste se volvió a casar pasados apenas ocho meses del entierro. Lo que sí la sorprendió fue que la nueva esposa, una mujer fuerte y acostumbrada a tener las riendas, le exigiera antes de los esponsales que se deshiciera de su amante. Era una mujer orgullosa y no iba a permitir que su marido mantuviera a una mujerzuela. Dos días después que don Ramón le diera la patada de una forma muy caballerosa pero igualmente dolorosa, su propia madre murió, dejándola sola en el mundo y sin nadie a quién recurrir. Nadie excepto su abuela, doña Francisca Quiroga Caravaca, viuda de Verdugo, así que Jacinta tomó la decisión más importante de su vida: acataría todas las exigencias de su abuela con tal de salir de la miseria.


Después de seis meses de haber llegado a casa de su abuela, con una mano delante y la otra detrás, como habitualmente se refieren los menos doctos en la lengua a no tener absolutamente nada de nada, la vida de Jacinta había cambiado considerablemente.
Teniendo una mente despierta, un ingenio sagaz, aptitudes innatas para la manipulación (probablemente heredadas de su abuela materna) y una experiencia nada usual entre las jóvenes de buena familia gracias a su ya olvidado don Ramón, la muchacha había conseguido meterse en el bolsillo a toda la familia, incluido a su primo Javier, quien al principio la había recibido con una desconfianza rayana en la obsesión. Durante días la estuvo vigilando constantemente, observándola cuando pensaba que ella no era consciente de su presencia, algo que Jacinta supo aprovechar bien. Usando su apariencia angelical, acentuada con los vestidos de seda y gasa que su abuela tuvo a bien pagarle, y su mirada de pura inocencia, consiguió tenerlo comiendo de la palma de su mano con evidente facilidad. Una mirada aquí, un rubor allá, una sonrisa y un rápido parpadeo junto a algún suspiro aparentemente involuntario, y Javier la deseó como no había deseado a ninguna mujer.
En cuanto a su abuela doña Francisca, tampoco fue inmune a los encantos de la muchacha. Jacinta supo ganársela comportándose de forma sumisa y complaciente ante todas las demandas de la vieja matriarca, hasta el punto que la consideró digna del honor de incluirla en su testamento y asignarle una dote cuantiosa e incluso, de tomarse la molestia de buscarle un prometido que cumpliera con todos los requisitos preestablecidos en algún extraño rincón de su mente altanera y prepotente.
A Jacinta no le hizo ninguna gracia cuando su abuela se lo anunció. Veía diariamente a Lucía, le esposa de su primo Javier, y no podía evitar compararla con un pobre pajarito encerrado en una jaula de oro. Vestía las telas más lujosas, se adornaba con las joyas más costosas, acudía a las fiestas más ostentosas, y así y todo, en sus ojos siempre había un brillo opaco de tristeza y desesperación, y las sonrisas que dirigía a todo el mundo colgaban fláccidas de su boca, como si hubieran estado allí puestas a la fuerza demasiado tiempo y hubiesen acabado dando de sí.
Jacinta no quería acabar como su prima política, atada a un hombre para siempre como un animal con correa, sin voz ni voto en ninguna situación, así que varió ligeramente el plan que había concebido inicialmente.
Empezó seduciendo a su primo Javier de una forma descarada. Hasta aquel momento se había limitado a pequeños interludios inofensivos en los que él le dirigía alguna palabra subida de tono unida a alguna caricia inocente, de los que ella huía con las mejillas arreboladas y la mirada baja, como si aún fuese una virgen inocente; pero aquella noche decidió bajar en camisón hasta la biblioteca, lugar al que sabía que Javier se retiraba para beber un buen jerez cuando ya todo el mundo se había ido a la cama.
Lo encontró sentado ante el hogar, mirando fijamente el chisporroteo de las llamas mientras hacía girar la copa en una de las manos, como si sus pensamientos se hubieran perdido en alguna suerte de laberinto.
—No sabía que estabas aquí —mintió descaradamente al entrar, y Javier se levantó de un salto, sorprendido por su intrusión, haciendo que unas gotas de jerez se derramaran sobre la pechera de la camisa. Jacinta se acercó rápidamente e intentó limpiárselo con un pañuelito de encaje que llevaba escondido en una de las mangas. Javier tragó saliva sin decir nada mientras la observaba detenidamente—. Nunca te había visto sin la chaqueta —susurró mientras frotaba la mancha con suavidad.
—No es educado que un caballero se presente ante una dama si no va correctamente vestido —contestó con un nudo en la garganta que casi le impedía hablar. Tenerla tan cerca, ser capaz de oler su dulce aroma y no poder dar rienda suelta a la lujuria que aquella muchacha  despertaba en él, iba a matarlo.
Jacinta se rio comedidamente, como una dama debía hacerlo, sin ruidos estentóreos, casi como si reírse fuese perjudicial para la salud y hubiera que medir con cautela las dosis.
—Pero tú y yo somos primos, Javier —replicó con un susurro mientras convertía en una caricia el roce del pañuelo sobre la camisa. Aún mantenía los ojos fijos en el pecho de Javier, y éste no pudo resistir la tentación de levantarle el rostro empujando suavemente su barbilla con el dedo índice. Ella lo miró a los ojos, dejándole ver todo el torrente de pasión que se escondía tras el brillo de sus pupilas, y Javier no lo soportó más. La besó, como hacía tiempo que soñaba hacerlo, atrapándola entre los brazos para que no huyera de él, invadiéndola con la lasciva lengua, muriéndose por poseerla allí mismo, y rezando al mismo tiempo para que ella no lo abofeteara en cuanto la soltara. Pero ella respondió con igual intensidad, rodeándole el cuello con los brazos y hundiendo las manos en el corto pelo de Javier, acicateándolo a profundizar más la caricia, a hacerla más intensa, mientras se frotaba contra su cuerpo como una gata en celo.
El beso terminó con ambos jadeando, temblorosos y casi fuera de sí mismos.
—Jacinta... vete...
—No. Quiero más —demandó en un susurro casi inaudible.
—Por favor, Jacinta... no sabes lo que quieres. —Javier casi no podía hablar. Luchaba por soltarla pero los brazos se negaban a obedecerle. Las manos habían cobrado vida propia y empezaron a subirle el camisón poco a poco, buscando la piel que se escondía debajo de la tela.
—Sé lo que quiero, Javier —replicó ella arrimándose más a él—. No me crié como una dama, protegida de las cosas de la vida. Sé perfectamente lo que necesito... lo mismo que tú. Te deseo, Javier. Ven a mi dormitorio, por favor.
—Sí, Dios, sí... Lo que tú necesites, cariño...
Jacinta se entregó a él entre sábanas blancas, utilizando todo lo que había aprendido con don Ramón, volviendo loco a Javier con su osadía teñida de inocencia, y lo ató a ella con la locura que suponían la lujuria y la obsesión desatadas hasta que lo tuvo a sus pies completamente rendido.
Fue entonces cuando empezó con los lamentos susurrados entre suspiros. En cada encuentro furtivo Jacinta lo volvía loco de deseo, y al terminar, exhaustos ambos, lucía en el rostro la tristeza del que sabe que todo tiene un fin. No decía nada excepto cuando Javier le preguntaba. Se hacía de rogar, pues sabía que nada incomodaba más a un hombre que una mujer que le lanzaba reproches, pero cuando él insistía, mientras estaban envueltos por la noche y el olor a sexo, Jacinta se limitaba a suspirar y decir con voz queda:
—Cuando la abuela me encuentre marido, ya no podremos estar juntos.
Lo decía de distintas maneras, pero siempre acompañado por un amago de sollozo que aparentaba esforzarse en ocultar. Javier la abrazaba con fuerza para calmarla. A veces no le contestaba, otras intentaba hacerle comprender que casarla era lo mejor para ella, y que él no podía oponerse a las decisiones de su abuela. Jacinta siempre tenía una réplica para aquella excusa.
—Pensaba que el cabeza de familia eras tú...
Con eso no decía nada y lo decía todo. Legalmente, Javier era el cabeza de familia, pues era el único varón que quedaba después de la muerte de su padre, acontecida dos años antes. Pero todo el mundo sabía que quien tomaba las decisiones en aquella casa era doña Francisca, y que el resto no hacían otra cosa que vivir a su sombra. Un pelele, eso es lo que Javier se sentía, un muñeco que bailaba al son que tocaba su abuela a quien tenía que rendir cuentas de cada céntimo gastado, de cada negocio efectuado y de cada decisión tomada. Nada se hacía si no llevaba el visto bueno de doña Francisca.
Las palabras susurradas en la oscuridad de la alcoba engordaban el resentimiento que Javier sentía por su abuela, a la que culpaba de la mediocridad que reinaba en su vida, pues nunca le había dado la oportunidad de ser otra cosa. Lo cebaron de tal manera que convirtió el simple rencor en algo parecido al odio, y éste se transformó en una obsesión malsana que le envenenó el corazón y el alma.
Empezaron las peleas entre doña Francisca y su nieto, verdaderas batallas dialécticas que terminaban con un Javier malhumorado abandonando el despacho dando un portazo, y con una doña Francisca al borde del colapso nervioso, pues no era mujer que estuviera acostumbrada a ser contrariada.
Jacinta tenía la esperanza que la muerte sorprendiera a doña Francisca en uno de estos arrebatos, pero la mujer tenía el corazón de hierro y una salud a prueba de desaires y rabietas, por lo que empezó a susurrar a Javier que quizá era hora que le dieran paz a la anciana. Y si ella no quería colaborar muriéndose como le tocaba por edad, ellos podrían ayudarla de una forma efectiva.
La primera vez que Jacinta lo insinuó, Javier se escandalizó y abandonó la alcoba completamente horrorizado. Al día siguiente tuvo una pelea monumental con su abuela, pues ésta había encontrado a un digno pretendiente para Jacinta y pretendía comprometerla de inmediato. Javier se opuso, más porque la quería para él que porque el interesado le pareciese inadecuado. Doña Francisca se cerró en banda, como siempre, y Javier salió más frustrado que nunca de aquella discusión, obligándolo a tomar una decisión enérgica.
Aquella misma noche, Jacinta y él empezaron a planear la manera de matarla.
Discutieron largo y tendido varias opciones.
Envenenarla era inviable: doña Francisca estaba sana como un roble y no tomaba ningún tipo de jarabe en el que pudieran disimular pequeñas dosis de veneno; las tisanas que acostumbraba a tomar a media tarde se las hacía y servía Matilde, y nadie más tenía acceso a ellas; y ponerlo en la comida o en la fruta era altamente peligroso.
Matarla violentamente y hacerlo pasar por un robo tenía sus ventajas, pero aquella era una casa llena de criados, y corrían el peligro de ser descubiertos en pleno matricidio, acabando en la cárcel o en manos de un chantajista que les exprimiría hasta el último céntimo.
Simular un accidente sería lo mejor. Una caída por las escaleras no era algo inusual en una casa, pero había el riesgo que la caída no la matara, por lo que tendrían que asegurarse que estaba bien muerta antes que rodara escaleras abajo, golpeándola en la cabeza con algo contundente. Un trabajo que no podía hacerlo Jacinta, pequeña, delgada y con poca fuerza física.
El plan era sencillo y decidieron llevarlo a cabo lo antes posible, pues doña Francisca ya estaba enfrascada en las conversaciones con la familia del futurible para determinar la fecha del enlace.
La noche escogida, Jacinta llamó suavemente a la puerta del dormitorio de doña Francisca y entró apresuradamente antes que ésta le diera permiso.
—Abuela —susurró acercándose a la cama.
Doña Francisca se incorporó y miró a su nieta con alarma. Jacinta llevaba un quinqué en la mano, cuya llama titilaba ferozmente.
—¿Qué ocurre, niña?
—Se trata de Javier, abuela. Acaba de regresar. Está borracho y no he podido convencerlo para que se fuera a dormir. Dice que quiere hablar contigo.
Jacinta hablaba con voz temblorosa, como si estuviera asustada, y los ojos le brillaban al borde de las lágrimas.
—Este nieto mío es un cretino —sentenció doña Francisca mientras apartaba las sábanas y se levantaba—. Pásame el batín, hija mía. Veremos si podemos convencerlo sin armar alboroto. Bastante estamos ya en boca de todos los criados...
Dejó la última frase sin terminar mientras su nieta la ayudaba a cubrir el camisón.
—¿Y qué hacías tú levantada a estas horas? —le preguntó mientras le arrebataba el quinqué de la mano y caminaba hacia la puerta que Jacinta había dejado entreabierta.
—No podía dormir, abuela, y estaba en la biblioteca buscando algo para leer cuando llegó.
—No es propio de una dama andar descalza y en camisón por la casa, Jacinta —la recriminó la abuela mientras cruzaba el pasillo en dirección a las escaleras.
—No, abuela.
—Con toda seguridad, si hubieras estado acostada, el tonto de mi nieto no habría tenido uno de sus estúpidos arrebatos y se hubiera ido a la cama sin más.
—Sí, abuela.
Jacinta caminaba sumisamente detrás de su abuela. Sus pequeños pies descalzos no hacían ningún ruido sobre el suelo de madera pulida y barnizada.
—Que sea la última vez que haces algo así. Si quieres un libro para leer, procúratelo antes de retirarte a tu dormitorio.
—Como ordenes, abuela.
Llegaron a las escaleras y Jacinta se cogió al brazo de doña Francisca.
—Dame el quinqué, abuela. Yo lo llevaré. Así podrás agarrarte a la baranda sin ningún entorpecimiento.
Doña Francisca se giró y la miró con fijeza. Durante un segundo Jacinta pensó que su abuela se negaría, y la aterrorizó la idea que se cayera con la lámpara en la mano. Ésta se rompería y provocaría un incendio, pero al final la anciana se ablandó y asintió con la cabeza.
—Eres una buena nieta, Jacinta —le dijo mientras le entregaba el quinqué—. Por suerte para ti, no te pareces en nada a tu madre.
Por un instante le pareció ver un rastro de dolor en la mirada de doña Francisca, pero pasó rápidamente cuando Javier salió de las sombras en las que estaba oculto y golpeó con fuerza la cabeza de su abuela con algo que llevaba en la mano. Hizo un ruido hueco, como el de una nuez al romperse, y los ojos se le salieron de las órbitas cuando, durante la brevedad de un suspiro, doña Francisca fue consciente de lo que estaba pasando.
Cayó rodando por las escaleras, golpeándose una y otra vez, pero ni un sonido salió por su boca.
—Vete a tu alcoba —ordenó en un susurro Javier mientras la empujaba suavemente para alejarla de allí.
—Pero hay que comprobar que esté muerta —se rebeló ella.
—Yo lo haré. Tú desaparece ahora mismo. Métete en la cama y duerme.
Jacinta empezó a caminar y giró la cabeza para ver a Javier descender por las escaleras. Ahora sería un buen momento para empezar a gritar. Doña Francisca estaba probablemente muerta, y si encontraban a Javier a su lado, con el arma homicida en la mano aún, lo meterían en la cárcel y ella se libraría de todos y tendría acceso a la fortuna familiar.
Pero aún no era el momento. Antes tenía que deshacerse de Lucía. Como esposa de Javier, cuando él fuera encarcelado recaería sobre ella la responsabilidad de los asuntos familiares y Jacinta no quería estar a merced de nadie, mucho menos de una mujer inútil y pusilánime que no servía para nada.
Los lamentos llenaron la mansión al día siguiente. Cuando los criados se levantaron con el amanecer y encontraron a doña Francisca muerta a los pies de la escalera, estalló el drama. Acudió el médico y las autoridades para determinar la causa de la muerte. Doña Francisca era una anciana, enérgica, sí, pero vieja. Todos dictaminaron que se había caído fortuitamente por las escaleras al levantarse durante la noche, quién sabe para qué.
El entierro fue tres días después. En el cuarto se leyó el testamento en el que dejaba a su nieto Javier todas las propiedades y dinero, excepto una de las casas de Madrid y una cantidad escalofriante de dinero que legó a Jacinta. En el quinto día, Javier rompió el aún inexistente compromiso de su prima. La excusa fue el luto obligado que la familia debía mantener. Un mes después se habían trasladado a Madrid, dejando atrás la mansión solariega que durante siglos había sido la cuna de la familia Verdugo.
Durante los primeros meses en la capital guardaron riguroso luto por la muerte de doña Francisca, por lo menos eso fue lo que aparentaron tanto Jacinta como Javier durante el día. Pero de noche todos los gatos son pardos y Javier, que se conocía al dedillo todos los antros de diversión de la villa, descubrió a Jacinta un mundo de lujos y desenfrenos que no habría podido ni imaginar en sus sueños más alocados. Casinos, tabernas, bailes prohibidos y fiestas nada recomendables en las que el champán corría libre de toda atadura, los caballeros no lo eran tanto y las damas se dejaban seducir.
Y mientras, Jacinta seguía con sus susurros en los oídos de Javier, hostigándole implacable pero sumisamente, poniendo en su mente imágenes de un futuro libres y juntos mientras coqueteaba con otros caballeros, despertando en su primo al monstruo de los celos. Y cuando éste la reprendía en privado por frívola y vanidosa, ella lo atacaba con la suavidad de una cobra mientras aparentaba contener unas lágrimas que no tenía, y lo envenenaba con palabras susurradas cargadas de una tristeza que no abrigaba, haciéndolo sentir mísero y culpable.
«Tú tienes a Lucía, pero yo no tengo a nadie...»
«Tarde o temprano te cansarás de mí y entonces ¿qué voy a hacer?»
«Sé que no es esto lo que quieres oír, pero me siento como una puta por amarte».
«Siempre he soñado con un marido al que amar, y unos hijos que estuvieran orgullosos de mí. Pero nunca seré una esposa porque te amo a ti y tú ya estás casado. Y si algún día tenemos hijos, serán unos bastardos que se avergonzarán de tener una madre como yo».
Día tras día las palabras de Jacinta envenenaron a Javier que empezó a ver a Lucía, su mujer, como algo más que un estorbo engorroso, y sin necesidad de ser acicateado planeó, con fría determinación, la desaparición del único obstáculo que se interponía entre él y su felicidad al lado de Jacinta.
Esta vez le tocó al veneno. Lucía no era una mujer enfermiza, pero padecía de jaquecas que la postraban en cama de forma bastante asidua. Jacinta nunca supo si esos dolores eran reales o una mera excusa para mantenerse apartada de los apetitos carnales de Javier, que eran muchos y variados, pero el láudano que se tomaba cada vez que la asaltaba una de esas migrañas fue el vehículo escogido para acabar con su vida.
Se llevó a cabo el día en que Jacinta se ofreció para prepararle el té con el que Lucía mezclaba las tres gotas de láudano. La migraña la había atacado con fuerza y las manos le temblaban, por lo que su prima, solícita y amable, destilando amor y preocupación por todos los poros de su piel, la acompañó hasta el dormitorio que hacía años no compartía con su esposo, sosteniéndola en un abrazo amoroso mientras ordenaba a Matilde que subieran una bandeja con té de manzanilla. Cuando la doncella llegó con la bandeja, Jacinta la despidió y vertió en la taza cincuenta gotas de láudano en lugar de las tres prescritas por el médico. “Mejor asegurarse y echar de más, pensó, que quedarse corto”.
La encontraron muerta al día siguiente, cuando la doncella acudió a llevarle el desayuno a la cama. Muerte por sobredosis accidental de láudano, fue el veredicto de los investigadores.
Seis meses después, y previa dispensa eclesiástica (de algo tenía que servirle a Javier que el Obispo le debiera algunos favores) Jacinta y su primo se casaron. Para ello volvieron a la casona y allí, en la vieja capilla familiar, rodeados de los sirvientes y los vecinos del pueblo, se unieron ante Dios y ante los hombres.
Un mes después estaban en Barcelona de luna de miel. La idea era ir a París, pero Javier quiso quedarse unos días en la Ciudad Condal, aprovechando el viaje para visitar algunos contactos de negocios avalados por amigos suyos de Madrid.
Era feliz. Por fin tenía una esposa que estaba a su altura en temas de alcoba. Una mujer ardiente, apasionada, bella e inteligente, que nunca lo rechazaba ni se hacía la víctima por tener que atender sus «necesidades». Disfrutaba con ella y se le hinchaba el ego cada vez que veía cómo el resto de caballeros babeaban como bellacos al mirarla, y lo envidiaban profundamente por tener una esposa que lo miraba con el fervor y la pasión con que lo hacía Jacinta. La adoraba, por eso le era imposible negarle ningún capricho. Y fue uno de esos caprichos el que puso punto y final a su historia.
En 1893 la alta burguesía catalana tenía un lugar muy especial al que iban a pavonearse ante sus propios congéneres. Ataviadas con joyas, sedas y rasos, las mujeres que representaban la crème de la crème arrastraban a sus maridos hasta el teatro del Liceo, y allí fueron Javier y Jacinta, invitados por Francesc Rius, un empresario textil, después que ella insistiera encarecidamente a su marido para que aceptara la invitación a pesar que tenían previsto irse de Barcelona aquella misma mañana.
Era el 7 de noviembre y se estaba representando la ópera Guillermo Tell cuando, al final del segundo acto, con todo el mundo en pie aplaudiendo a la soprano Virginia Dameri, una explosión ensordecedora sacudió el teatro.
El caos se apoderó de todo el mundo. El humo y el polvo levantado por la explosión llenó el teatro, y los gritos de los heridos resonaban contra las paredes resquebrajadas. Los que pudieron salieron corriendo, pisoteando sin compasión a los que habían sido sepultados por los cascotes, y los que no podían, gritaban pidiendo que alguien los auxiliara. Aquel lugar, máximo exponente de la frivolidad que gobernaba en los círculos de la aristocracia y alta burguesía catalana, se convirtió de repente en un infierno confuso donde los hombres y mujeres que se creían el paradigma de la civilización, se convirtieron en meros animales luchando por su supervivencia.
Jacinta abrió los ojos con lentitud, aturdida al principio. Estaba boca arriba y tenía un peso que la aplastaba. Cuando pudo enfocar la vista se dio cuenta que era Javier, que sin duda había intentado protegerla con su propio cuerpo. Aún respiraba.
Miró a su alrededor. La explosión había conseguido ensordecerla y los gritos de los heridos llegaban hasta ella como amortiguados por una sordina. En el palco donde ella estaba la quietud era abrumadora: nadie se movía, ni gritaba, ni... nada. Los cuerpos permanecían quietos con extrañas muecas en los rostros que podía ver a través del polvo que se iba aposentando poco a poco.
Jacinta sonrió. La buena providencia acudía en su auxilio cuando temía tener que aguantar la estupidez empalagosa de su primo Javier durante unos interminables meses antes que se atreviera a acabar con él en algún poco afortunado accidente. La conciencia intentó decirle algo, quizá oponiéndose a lo que estaba pensando, pero hacía ya mucho tiempo que la había callado a base de pasar hambre y frío en su infancia, cuando los sueños se desvanecieron dando paso a la realidad.
Miró a un lado y a otro, hasta que consiguió localizar un cascote lo suficientemente puntiagudo para llevar a cabo su plan, aparecido espontáneamente aprovechando las circunstancias, y lo bastante pequeño como para que pudiera cogerlo y levantarlo sin problemas. Estiró el brazo, alargando los dedos, rozándolo con ellos, pero estaba fuera de su alcance. Intentó mover un poco a Javier, que seguía aplastándola, y éste respondió con un leve quejido proferido desde su semiinconsciencia.
Tenía que darse prisa. Culebreó con el torso; sólo necesitaba unos centímetros más y conseguiría llegar hasta él. Empujó un poco a Javier, con suavidad, hasta que consiguió moverse lo suficiente para que su mano alcanzara el fragmento de pared que se había partido por efecto de la explosión.
Le pareció oír voces amortiguadas que llegaban de más allá de la puerta que daba acceso al palco. Miró hacia allí y vio que ésta se había medio salido de sus goznes con la fuerza de la explosión y que ahora colgaba balanceándose como impulsada por alguna fuerza extraña. Las voces se acercaban. Tenía que darse prisa.
Agarró con fuerza el cascote con la mano, lo levantó y descargó sobre el cráneo de su marido. Éste crujió con el golpe y a Jacinta le pareció absurdamente como el ruido de la cáscara de un huevo al romperse. Golpeó otra vez, sólo para asegurarse, y después dejó caer el escombro, respiró profundamente y empezó a gritar pidiendo ayuda.


Tres meses después...


El mausoleo familiar no estaba situado en el cementerio del pueblo, si no en el interior de un jardín privado que había en la parte trasera de la casona. Estaba rodeado por altos muros y cerrado por una verja oxidada que chirrió cuando Jacinta la empujó para abrirla.
En mitad del jardín, rodeado por rosales y jacintos, se erguía el panteón donde estaba enterrada toda la familia Verdugo, desde su insigne fundador hasta el último representante fallecido.
Jacinta abrió la puerta con la llave que sostenía en la mano y bajó los escalones. Iba vestida de riguroso negro, otra vez. Tenía la impresión que se había pasado la mayor parte de su vida de adulta vestida de ese color, pero ya le quedaba poco, muy poco.
Se paró en el centro de la cripta y miró a su alrededor. La luz que entraba por la puerta era insuficiente para poder tener una vista clara de las tumbas, así que encendió el quinqué que siempre estaba colgado de un gancho al final de las escaleras. Con la luz sostenida en alto por su mano, caminó de derecha a izquierda, mirando todas las tumbas. Cuando llegó a la de su abuela, doña Francisca, el rostro pétreo con el que se había disfrazado durante los últimos meses se derritió hasta mostrar una sonrisa torcida.
—Ya ves, querida abuela. Al final lo has perdido todo. Ya no habrá más Verdugos... excepto yo. ¿Crees que he hecho honor a nuestro apellido?
Salió de allí apagando el quinqué y dejándolo en su lugar. Cerró la puerta y se encaminó de regreso a la casona, donde la esperaban los abogados que iban a llevar a cabo la venta de la última propiedad de la familia que aún le pertenecía: la casona y sus tierras. El resto ya se había vendido todo, quedándose únicamente con las acciones de diferentes empresas que le iban a dar unas sustanciosas ganancias durante el resto de su vida. Ya no quedaba nada del legado de los Verdugo que tan apasionadamente había protegido su abuela y que fue la causa que ella padeciera una infortunada niñez llena de hambre, frío y penurias. Su abuela se estaría revolviendo en la tumba y Jacinta era feliz de saberlo.
Sí, era enormemente feliz.




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